El extraño caso de la insolente Cuqui y la visita de Fidel
Quieres venir a conocer a Fidel? —me dijo Rocío sosteniendo una leve sonrisa de satisfacción.
Si tengo que decidir entre dos puertas que están frente a mi, elijo la de la izquierda. No me lo pienso dos veces. Es así. No lo puedo evitar. Supongo que tengo un par de órganos dentro de mí que aparentemente se enroscan girándolos hacia la izquierda.
Rocío lo sabía. Asumo que por eso cuando entró a mi área de trabajo ese día y me hizo aquella pregunta ya sabía de antemano la respuesta.
—¡Claro! —respondí rápidamente pagando un salto del asiento— ¿A qué hora llega?
—Ya está aquí. Ahora mismo está reunido con el señor Presidente, pero estate atento que te aviso para que vayamos juntos.
—Ok, ok... —le dije con ojos llenos de emoción y sin saber lo que me esperaba.
Una tarde de otoño de 1996 recibí una llamada telefónica en la que se me invitaba a trabajar en el departamento de prensa de la Presidencia de la República.
Mi primer impulso fue un comentario advertencia: «Yo no soy político». Pero la respuesta del Director de Prensa fue una sencilla pregunta: «¿Pero eres periodista?».
Le respondí que sí. Entonces, con una tersa y suave voz, simplemente agregó: «Pues lo que necesito aquí es un periodista».
Esa misma semana ya estaba en mi nuevo empleo y meses más tarde Rocío, la directora de Publicidad, entraba a mi área de trabajo para invitarme a conocer a Fidel. Fidel Castro.
Se trataba de una visita histórica. La primera visita oficial del líder de la revolución cubana a la República Dominicana.
—Ven que ahora nos recibirá en el Salón de las Cariátides —me avisó Rocío finalmente.
Nos detuvimos en las afueras del Salón. Francis, el fotógrafo oficial, estaba con sus equipos en la entrada. «¡Coge ahí, tendré foto y todo!», pensé emocionado.
De pronto Francis, con la misma agilidad de una morsa marina que se arrastra en una playa, se acercó y me su susurró al oído.
—Soy la Cuqui... —me dijo con la lúgubre voz de un moribundo al que le quedan tres minutos para cruzar al otro barrio.
«Ya comenzamos...», me quejé en voz baja y con cara de agobio enseguida busqué ayuda en los ojos de Rocío mientras la presunta Cuqui me miraba con cara de lástima y ojos derretidos desde el extremo de donde había venido.
—¡Francis, contrólate! —le advirtió Rocío entre dientes y trató de contenerlo con una mirada de reproche.
Pero Francis no tenía remedio. Le encantaba poner a los demás en aprietos en los momentos más solemnes. Era un gran profesional del lente. Un veterano. Había viajado todo el mundo con tres presidentes y —en opinión de muchos—, una fotografía suya era realmente un documento de calidad histórica.
Los guardaespaldas que estaban en la entrada nos echaron una discreta mirada. Yo traté de aprovechar el gesto para rebotar el mensaje hacia Francis, pero era imposible. Francis parecía haber tomado la pócima del Doctor Jekyll pero en vez de convertirse en Mister Hyde, se había transformado en la Cuqui: un personaje que se balanceaba entre un fallido transexual y una «drag queen» en olla.
Nadie sabía exactamente por qué lo hacia, pero cuando adoptaba esa actitud acompañada de una vocecita aterciopelada de putona de cabaret, era realmente insoportable.
La verdad es que me era casi imposible no terminar riendo. Al principio resultaba molesto y siempre inoportuno. Pero luego, tras su insistencia, pasaba a ser como esa clase de dolor que colindaba con el placer. Era más bien como el tipo de comezón que te hacen rascarte hasta sangrar. Bien definido, la Cuqui era como una mazamorra. Si se lo definía por lo que provocaba y no por lo que aparentaba.
—La Cuqui quiere hacerte una foto con Fidelio —volvió a susurrarme con voz de orgasmo, mientras me tocaba los bellos de una mano para provocarme.
—¡Cuqui de la mierda! —le dije arrastrando la voz— como me hagas una ahí dentro te juro que pediré cita con el presidente y le solicitaré que te hagan un prueba de doping.
Se quedó mirándome fijamente. Me quedé esperando su reacción, mientras de reojo analizaba los gestos de los guardaespaldas temiendo que nos dijeran algo.
Francis puso cara de niña adolescente ofendida. Trató de esconder la mirada como una chiquilla avergonzada a quien le había robado un primer beso.
—¡Francis..! —le advertí entre dientes, queriendo decirle que ya era suficiente. Que no quedaba bien que un tío regordete, con una enorme panza y que sobrepasaba los cuarenta estuviese haciendo de jovenzuela que recién ha perdido la virginidad.
Alcancé a ver que uno de los guardias esbozaba una leve sonrisa. «Uff, por lo menos nos dejarán entrar», me dije interiormente tratando de canjear mi vergüenza por un poquito de consuelo.
—Entremos —nos indicó finalmente Rocío mientras apretaba ligeramente uno de los codos de la Cuqui.
Tan pronto entramos, alcancé a ver a Fidel saludando a otros empleados presentados previamente por el presidente. Había una pequeña cola y de inmediato nos sumamos. Francis se situó rápidamente en un lugar estratégico y comenzó a hacer fotos.
Todos queríamos saludar a Fidel. Poco importaba la tendencia idealista. Era como saludar un trozo de la historia. Estrechar la mano a una leyenda. Así que allí —haciendo la cola— habían un par que no estaban precisamente con la revolución cubana. Poco después, ese mismo año, Francis me contó que estando en la Séptima Cumbre de Jefes de Estado y Gobierno celebrada en isla de Margarita, vio algo que le sorprendió.
En aquella Cumbre, me explicó la Cuqui —en su puro estado de Francis—, que había visto nada más y nada menos que a dos de los guardaespaldas del presidente Bill Clinton haciéndose unas fotos con Fidel.
Estaba un poco nervioso cuando llegó mi turno de saludar a Fidel. Por un lado no sabía que le iba a contar en esos treinta o cuarenta segundos que cada persona gastaba con él. «¿Qué viejo, ya no fumas puros?», «¿Oye que me han dicho que después que los gringos fastidiaron la URSS la cosa no esta muy buena en Cuba...»
Por otro lado, sabía que la Cuqui y yo nos veríamos la cara en el momento del saludo y eso me atemorizaba un poco.
—Señor Presidente es un gran honor saludarle —le dije simplemente y en seguida noté que su rostro perdió la expresión afable que había mantenido mientras otros le saludaban.
No tenía idea de qué había hecho mal, pero lo que me quedó claro para el resto de mi vida, fue que nunca debí mirar a la Cuqui en aquel preciso momento. Traté de imaginar que no estaba. Pero la sensación de que alguien me estaba observando era muy fuerte. Lo sabía. Sabía que la puñetera Cuqui me estaba esperando con sus desorbitados ojos. Podía sentir su traviesa mirada rascándome un lado de la cara. Me contuve cuanto pude. Finalmente no pude aguantar más y sosteniendo aún la mano de Fidel Castro, miré a la Cuqui.
Ahí estaba. La Cuqui. La maldita Cuqui de los cojones. Mas parecida a Archibaldo el de Plaza Sésamo, solo que gordo y con mirada de vaca asustada. Me guiñó un ojo con forzada sensualidad, en un gesto que a mi me pareció en cámara lenta. Como aquella escena en la que el machote después de matar a medio mundo para rescatar a su amada, finalmente se encuentra con ella y se funden en un abrazo mientras la banda sonora hace todo el esfuerzo porque nos estrujemos los ojos con un pañuelo.
Me quise morir. ¡Cuqui de la mierda! Parecía haberse confabulado con mi imaginación, pues para colmo lo imaginé tratándose de agarrar el vestido rojo que se elevaba por el atrevido flujo de aire que subía desde el respiradero del metro. Toda Cuqui. Toda Marilyn. «The subway scene», «The Woman in red», «The Cuqui in red...»
Todo y lo dantesco de la escena un incontrolable torbellino hilarante se me aposentó en el estómago y comenzó a trepar hasta mi cara. Entonces Cuqui. La Cuqui... Aprovechó el momento y disparó su cámara.
Nunca conté a nadie la verdad sobre aquella sonrisa de idiota que se puede apreciar en la única foto que tengo con Fidel. De hecho no suelo enseñarla casi a nadie. Esa imagen encierra dos situaciones: primero, el enfado de Fidel cuando en lugar de Comandante le adjudiqué el título de Presidente, cosa que luego me enteré que él siempre ha detestado. Lo segundo, que la sonrisa de «lelo macaco» que sostengo no se debió a que estaba emocionado por saludar al Comandante, sino porque la incontrolable, perversa, desenfrenada y majadera Cuqui se había vuelto a salir con la suya.
Poco después renuncié a mi puesto en el Departamento de Prensa de la Presidencia y me fui a trabajar al Grupo Listín. El destino nos cruzaría de nuevo a mi y a Rocío en Barcelona donde ella sería mi jefa durante casi nueve años.
A Francis no le volví a ver, tampoco supe nunca nada sobre el extraño fenómeno que le convertía en la Cuqui. No obstante, de vez en cuando en fondo de algún cajón o en alguna caja llenas de cosas me encuentro con aquella foto en la que aparezco con Fidel y donde además alcanzo a ver —flotando como un fantasma— el recuerdo de la insolente Cuqui.