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Un café, un croissant y una historia que contar

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Tengo un amigo —José Polanco— que en su perfil público siempre incluye las palabras «vegano y runner». Me da un poco de envidia, la verdad. Lo de vegano no tanto porque estoy casi llegando: soy estrictamente vegetariano y estoy a dos yogures y un trocito de queso de cabra de distancia para llegar a ser vegano. Ya falta poco.

En cuanto a lo de «runner», esto lo tengo un poco más difícil. No puedo añadir la palabra «runner» a mi MICROBIOgrafía que está al pie de esta web, si cada vez que subo 3,5 escalones me hace falta una cuerda para evitar que el corazón se me salga por la boca.

Tozudo como soy, se lo conté a la Mireia —mi esposa—. Enseguida me amenazó con ir al Decathlon y comprarme una camiseta y un pantalón corto para correr.

—¡No hace falta!, ¡no hace falta! —le supliqué y conseguí la falsa promesa de que no lo haría.

El fin de semana fuimos a comer a casa de sus padres y ¡tracatlán...!, se escapó a buscar «unas cosas» y consumó su amenaza: dos camisetas y unos pantalones cortos, nada más y nada menos que de «runner».

Lo que más me ha jodido no es que ella haya vuelto a actuar de manera impulsiva, ni que se haya gastado el dinero en algo que no hacía falta. Lo que más me ha jodido es que ahora tendré la obligación de ponerme lo que me ha comprado y bajar a hacer de «runner». ¡De ruuuuunnnnnneeeeeerrrrr!

¡Pero si ya era suficiente con un poquito de envidia! Me conformaba con fantasear y creerme que algún día correría tres o cuatro kilómetros diarios. No hacia falta ir más lejos y llegar a los hechos. ¿Por qué no puedo hacer lo mismo que ese montón de gente que únicamente van al gimnasio en enero para inscribirse?

Pero ahora la Mireia lo había jodido todo, y tuvo la mala idea de convertir mi pensamiento confeso —no hice promesa ni aseguré que lo haría— en una realidad.

No me quedó más remedio que aceptarlo y el nuevo reto terminó finalmente por ilusionarme y todo.

Dos días después llegó el gran momento. ¡La gloria! Me convertiría en runner profesional.

Así que me levanté temprano. Me puse mi nuevo disfraz de «soy imparable» —la panza me desmentía un poco—, y enseguida hice lo que haría todo buen profesional: descargarme una App para mi móvil.

Una vez estuve armado con toda la artillería pesada (camiseta de 2,95€, pantalón de 4,95€ y App gratuita con banner publicitario incluido) bajé dispuesto a llevarme el mundo por delante.

Ya no había vuelta atrás. Estaba dispuesto a sacrificarme y a ser humildemente aceptado en la exclusiva casta de «los runners».

De camino a Can Dragó, a la gloria, me crucé con otros miembros de la nueva casta a la que ahora yo pertenecía. Un desconocido que llevaba camiseta y pantalón un poco más caros, me defirió con un leve saludo.

«Ostras —pensé—, los miembros de esta élite saben distinguirse entre ellos aunque sean desconocidos».

Estaba emocionado. Nada más me faltaban unos auriculares y poner la canción de «Eyes of the tiger». Fuera de ese ínfimo detalle, lo tenía todo: camiseta (ok), pantalón corto (ok), App para runners (ok), sobrepeso (triple ok).

Cuando llegué a Can Dragó donde entrenan un montón de compis de la élite, y siguiendo lo que me había explicado Google, me puse a hacer flexiones.

Luego de calentar unos minutos eché a trotar. Segundos después ya estaba corriendo. ¡Ya era un iniciado! ¡Imparable!

De pronto un anciano que iba con paso acelerado interrumpió mis cavilaciones de superioridad. Me adelantó con relativa facilidad y todo y que parecía correr sin ninguna dificultad, vi como comenzaba a alejarse.

«Esto no puede ser», me dije y enseguida aceleré la marcha. No podía permitirme —bajo ningún concepto— que en mi primer día como runner me dejasen tan mal parado. Apreté los puños y seguí con la quinta puesta y el acelerador hasta el fondo.

«¡Yayoooo… espérame por Dios!», le supliqué interiormente. Pero no hubo manera. Después de seguirlo casi siete metros tuve que dejar que el abuelo —seguramente miembro de la Liga de la Justicia o de algún cómic inédito de Marvel— se alejara victorioso.

Derrotado por un super abuelete en los Siete Metros Planos, tuve que resignarme y aceptar que no podría añadir aquello de «runner» en mi perfil. ¡Que putada!

Así que regresé a la casa me di una ducha, fingí ante mi mujer y mi hijo que me había ido «de puta madre» y, auto-expulsado de mi casta, bajé al café La Boheme con el iPad.

—Ya lo intentaré otro día —me prometí—, cuando el viejito de Marvel no esté por allí quizás.

Al menos tengo un buen café, un croissant, el iPad sobre la mesa y una historia que teniendo un mínimo de cordura no me atrevería a contar...